miércoles, 29 de diciembre de 2010

El baloncesto según 'The Wire'

Por Nunn

“Cuando camines por el jardín / vigila tu espalda”


Cuesta pensar en una serie más descarnadamente apegada a la realidad que ‘The Wire’. La capacidad de mostrar el submundo del narcotráfico desde todos los prismas posibles, desde las manos más ensuciadas a los cuellos de camisa más blancos alrededor de un mismo negocio, la convierten en una obra maestra que combina una ficción brillante con una estética a veces tan documental que acongoja al más pintado. Una de esas producciones que marcan una frontera en la historia de la tele.

Los seguidores de la serie no habrán dejado escapar la huella del baloncesto en sus capítulos. Recuerden aquel camello al que descubrieron que estaba robando por la camiseta de Wes Unseld de los Baltimore Bullets que no se podía permitir sin mangar. O la primera vez que vimos a Proposition Joe, en ese All Star entre el Este y el Oeste en el que él y Avon Barksdale reclutaban a los mejores chavales del barrio. O cómo la madre de Namond agasaja a su hijo gastándose la pasta que recibe del encarcelado Wee Bay con la camiseta de Artis Gilmore de los Chicago Bulls. Tampoco es casualidad que lo único que los niños de la clase de Bunny Colvin conocen de Philadelphia es Allen Iverson, que Mike trata de que Bug escape de la realidad ojeando una revista 'Slam' y hablándole de Elton Brand o que a Clay Davis le agarren por el dinero que desviaba de una ONG de baloncesto

Ese microuniverso en el que el futuro es mirar por encima del hombro para esquivar la siguiente bala tiene como bandera el baloncesto. América tiene cuatro grandes deportes ‘nacionales’, pero el asfalto es reino del basket. Y para Baltimore, epicentro de esa realidad televisada por ‘The Wire’, es una religión con muchos profetas.

“Él tiene el fuego y la furia / a su mando / Pero no debes preocuparte / si agarras a Jesús de la mano”

La salvación para un puñado de chavales que huyeron de una vida esclava, en cualquiera de los dos lados del juego ¬como un Bubbles o un Dee Barksdale¬, llegó por el baloncesto. Tanto que Baltimore se ha convertido en un prodigio en la historia del juego.

Hasta 27 jugadores nacidos en la ciudad (50 si tenemos en cuenta todo el Estado de Maryland), una urbe de menos de tres millones de habitantes abandonada completamente por el baloncesto profesional (ni una sola franquicia de ninguna liga se establece en B-More desde 1973), llegaron a jugar en la NBA. Una cifra alucinante para una ciudad mediana con las infraestructuras bajo mínimos y cuyo mayor valor baloncestístico es la Baltimore Catholic League, una potente competición de high schools. Nombres legendarios como Sam Cassell o Tyrone Bogues crecieron (poco, en el caso de Bogues) en el asfalto baltimoriano. Rudy Gay es hoy el máximo exponente NBA de un nativo ‘pata negra’, club selecto en el que militan Joey Dorsey y DaJuan Summers.

Algunos nombres, incluso, llegaron a la ACB. En Vitoria, Zaragoza o Fuenlabrada se acordarán de Ken ‘Animal’ Bannister, en Málaga añoran a Juan Dixon, por Barcelona pasó Gary Neal, en Sevilla y Valladolid tuvieron a Devin Gray y en Granada disfrutaron de los kilos de calidad de Corsley Edwards.

Pero, por encima de todos ellos, uno que nació en Nueva York pero creció desde los ocho en ‘La Farmacia’, el barrio en el que se basan las desventuras de camellos de poca monta a la sombra de Las Torres de ‘The Wire’: Carmelo Anthony. Melo pudo ser un niño como Mike, un adolescente como Bodie o un adulto como Avon Barksdale. Creció en el cogollo de esa sociedad enferma impermeable a la empatía, adicta a la violencia y carente de escrúpulos que se representa en la mítica serie. “Hemos visto todo lo que imagines, desde drogas a asesinatos, en las partes más duras de la ciudad”, declaró Kenny Minor, un amigo de la infancia, al ‘Rocky Mountain News’, el tristemente desaparecido periódico de Denver.

Melo vive de septiembre a mayo en un mundo absolutamente opuesto al que creció. Sin embargo, el sello B-More, y el del gueto en general, parece tatuado tan a fuego en los jugadores de la NBA que muchos aparentan no saber vivir fuera de sus códigos ni despegarse de sus miserias. Son ricos y famosos, pero hijos y consecuencia de donde nacieron. Anthony es como esos traficantes de ‘The Wire’ a los que, cuando alguien les aconseja que se marchen, dicen que no conocen otra cosa, que no sabrían vivir fuera de allí, y acaban por ser asesinados. Sólo que lo disimula de septiembre a mayo.

“Si caminas con Jesús / salvará tu alma / Pero debes mantener al diablo / enterrado en un hoyo profundo”

Imaginen ahora que Marlo Stanfield se pasara al 2.0 o que Stringer Bell se aliara con Spike Lee para promocionar su negocio. Como la ficción es una filfa al lado de la realidad, en 2004 los narcos de Baltimore editaron un DVD bajo el nombre de ‘Stop Snitchin’ (los fans de ‘The Wire’ en V.O. hemos aprendido que la palabra ‘snitch’ significa ‘chivarse’), en el que los más malos del lugar amenazaban a cámara a sus conciudadanos para que dejaran de chivarse a la policía. Editaron incluso camisetas con el lema y dianas con agujeros de bala que vestían en sus esquinas, y en una actividad algo menos creativa pero más contundente acribillaron a una mujer y sus cinco hijos por ser sospechosa de delación.

Bien, en ese DVD aparece Carmelo Anthony. Vestido con el ‘uniforme gangsta’ en color rojo, ante una fachada derruida de ‘La Farmacia’, se ríe a carcajadas mientras un traficante amigo de la infancia insta a sus vecinos a no chivarse: “¿Qué os molesta esa gente? ¿No sabéis que tienen hijos que alimentar?”, dice, ante la risa incontenible del jugador. Melo dijo que era una grabación privada que se utilizó sin su consentimiento, lo que no parecía una justificación demasiado edificante.



Además, una especie de maldición ‘wireana’ persigue a los miembros de la National Baltimore Association: Bannister fue alcohólico como Bunk o Jimmy McNulty, a Juan Dixon le retiró una sustancia por la que dio positivo que seguro que no compró en una esquina, Reggie Lewis también murió joven, aunque en su caso por muerte natural y no por cruzarse en el camino de Omar, y David Wingate fue acusado de dos violaciones al comienzo de su carrera, aunque salió limpio.

Todos ellos tuvieron la suerte de agarrar de la mano al Jesús del baloncesto. Se ganaron la vida y siguen vivos. Mientras, el drama de Baltimore sigue impulsando a sus chicos al asfalto, abandonados por sus familias y su país. Las más veces para seguir el negocio que florece a su alrededor, e insensibilizar su alma a la violencia y la injusticia bajo la letanía de que “the game is the game”, un mantra insalvable, como una plaga bíblica inevitable para la aplastante mayoría. Pero en otras ocasiones, unos pocos encuentran en el asfalto unos aros por los que encauzar su vida. Aunque muchos no consigan mantener, del todo, al Diablo enterrado.